En el ángulo muerto


En la puerta hay un cartel que pone Defensor del Menor y me pregunto si hay un Defensor del Mayor y un Defensor del Mediano en otras puertas.
-       Yo no soy el menor- le digo a la señora- yo soy el mayor, el menor es Bruno.
Creo que no me ha oído, porque me empuja dentro, y a lo mejor es que no lo he dicho en voz alta. La señora se va y me abandona en ese cuarto que huele a cochera. Hay una mesa enorme, seguro que cabría tumbado encima y no me asomarían ni los pies. Detrás de la mesa hay una silla verde con ruedas. Creo que es de las que dan vueltas, como la del profe en el cole, pero no me atrevo a probarla por si viene alguien. En la pared hay millones de libros. Quiero coger uno para ver si tiene fotos, pero tampoco me atrevo. Me pregunto si la señora que trabaja aquí se los ha leído todos. Me acerco a la ventana. Fuera está lloviendo. Empiezo a aburrirme así que juego a hacer carreras con las gotas de agua que bajan por el cristal.
De repente entra otra señora distinta, me mira y me dice:
-       Así que tú eres Áureo...
Digo que sí con la cabeza.
-       Yo soy Paulina.
Me da la mano apretándomela fuerte.
-       En mi clase hay una Paulina- le digo- pero tiene gafas.
-       Yo también tengo gafas- me dice- pero sólo me las pongo para leer.
¡Qué amable es esta señora! Se sienta en la silla verde y me cuenta que ella está allí para ayudarnos a Bruno y a mí, y que me va a hacer unas preguntas sobre mamá y sobre papá. Se da la vuelta para coger un rotu y un papel, y veo que la silla sí da vueltas. Si luego me dejan solo otra vez, me voy a montar.
No sé cuántas preguntas me hace, un montón. A la mitad me entra hambre y ella se da cuenta porque me suenan las tripas en voz alta, así que llama por un teléfono a la señora de antes, y me traen unas galletas y un cola-cao, que no me gusta, pero no se lo digo y me lo como todo.
Las preguntas eran muy fáciles, me las sé todas, si fuera un examen sacaría un diez, pero no me dan la nota. Todas son sobre mamá, y sobre papá, y sobre Bruno. Yo creo que esta señora piensa que somos pobres. Me da miedo que papá se entere de que le estoy contando cosas de nuestra familia de cuatro, y se enfade mucho. Entonces algunas veces me quedo callado, aunque me sé la respuesta, o le cuento otras cosas distintas, de la abuela Ana, para entretenerla. Y ella escribe muy rápido en su papel. Yo no sé escribir tan rápido, sobre todo desde que me pasaron a boli. Luego me pide que le haga un dibujo, pero sólo me da un lápiz, y nada de colores, así que el dibujo me queda regular.
Paulina me pregunta por qué llamo Edel a mi mamá. Le digo que se llama así.
-       Lo sé, lo sé- dice Paulina, en ese tono que utilizan los mayores para hablar con los niños como si fuéramos tontos-. ¿Pero por qué no la llamas “mamá”?
A veces la llamo “mamá”, otras veces la llamo “Edel”, pienso. Pero me encojo de hombros porque en realidad lo que me apetecería contestar es: “¿y a ti qué te importa?” Y sé que no puedo, que esta señora está aquí para ayudarnos, que tengo que ser amable y todo eso.
-       ¿Y a tu papá cómo lo llamas?
-       A mi padre no lo llamo nunca.
Paulina mueve la cabeza de arriba abajo como si entendiera. No creo que lo entienda pero, en fin, eso también me lo tengo que callar.
Paulina me da un cuestionario larguísimo, de tres páginas lo menos, y me dice que me va a dejar a solas un rato para que lo rellene. No me dice cuánto rato. “Un ratito”, me dice. Esta señora habla siempre así: “ratito”, “bonito”, “chiquitito”. Me pone un poco nerviosito aunque intento que me caiga bien porque sé que es buena y que nos va a ayudar.
La primera pregunta es cuál es mi primer recuerdo. Yo no lo sé. ¡Qué difícil! Yo tengo un montón de recuerdos pero no sé cuál va primero. Entonces me viene uno, uno cualquiera. Estamos en el garaje. Mamá, Bruno y yo acabamos de salir del coche. Mi padre está cerrando las ventanillas desde dentro. Mamá tiene los dedos sobre una de las ventanillas y mi padre se los pilla. Creo que no se ha dado cuenta y sigue cerrando. Yo estoy enfrente de mamá y la veo contraer la cara.
Mi padre se da cuenta y sale del coche. Está furioso. Muy enfadado con Edel.
-       La culpa es tuya- le grita- por no haber estado más pendiente.
Le está echando la bronca. Mi madre no llora ni nada.
Las preguntas de Paulina continúan. Me da una pereza horrorosa contestarlas. No es que me quiera ir a casa, es que quisiera no tener que pensar más en estas cosas. Además, apuesto a que algunas preguntas son de pega: “¿Cuál es mi escondite favorito?” Entre la cómoda blanca de la ropa y el arcón de mimbre de los juguetes. Bruno ha venido a avisarme, en su lengua entrecortada de cuatro años recién cumplidos, de que mi padre acaba de llegar con “el olor a veneno”, dice, y ya no hace falta que diga nada más. Lo cojo de la mano y me lo llevo al escondite favorito. Yo ya no tengo miedo, lo que estoy es rabioso contra Edel que lo volvió a perdonar. Primero las flores. Luego mi padre que llora de rodillas pidiendo perdón, que “no sé lo que me pasó”, que “no volverá a pasar,” que “te lo juro, si vuelve a pasar, tú me dejas”, que “voy a cambiar”. Lo he visto tantas veces que es como un anuncio de la tele. Edel lo perdona siempre. Me entran ganas de cogerla y retorcerla. ¿Es que no se da cuenta? Que sí va a volver a pasar, y que ella no lo dejará, y que él no va a cambiar. Se lo dije y ella me dijo que yo no entiendo, que sólo tengo ocho años, que son cosas de mayores. Pero a mí me parece que a veces entiendo mucho mejor que ellos dos juntos.
Así que aquí estamos de nuevo Bruno y yo en nuestro escondite favorito, aunque de los gritos no hay quien se esconda, y eso a pesar de haber cerrado la puerta del cuarto. Mamá entra un momento a vernos y Bruno le pregunta si mañana vamos a ir al colegio.
-       Claro, hijo, ¿por qué no vais a ir?- responde Edel con la voz de la normalidad que pone durante los ataques de mi padre y que me pone furioso.
Me dan ganas de contestarle: ¿¡Porque Bruno tiene miedo de salir de esta habitación!? ¿¡Porque vemos que tú también lo tienes!? ¿¡Porque no queremos verle la cara al monstruo!?
Pero me callo porque me da pena la pobre mamá. Ya es de noche cuando por fin se oyen los ronquidos del monstruo, y podemos salir del cuarto que hoy no hemos merendado ni cenado aún, pero yo no tengo hambre. Veo el teléfono arrancado de la pared. Veo la mesa redonda de una pata del salón con la pata rota. Bruno y yo lo llamamos “las ruinas”, como después de una guerra.  Siempre hay cosas rotas. Bruno viene hacia mí desconsolado llorando:
-       Ha roto mi regla nueva, la que me regaló la abuela Ana.
El monstruo ha roto la regla nueva de Bruno. Me entran ganas de matarlo. Edel le dice:
-       Alguien tan inteligente como tú no llora por una regla rota.
Me entran ganas de matarla a ella también. Esto no lo puedo poner en el cuestionario. Así que sólo pongo que mi escondite favorito es entre la cómoda blanca de la ropa y el arcón de mimbre de los juguetes, y hago un dibujo para que la señora Paulina lo entienda mejor, ella que es tan amable.
La siguiente pregunta del cuestionario es más fácil. ¿A qué tienes miedo? A los ascensores. Contesto sin esforzarme. Recuerdo cuando empecé a ya no cogerlos más. La escena del ascensor me vuelve a menudo. Como un fantasma que no sabe dónde colocarse en una foto de familia. Los cuatro. Bruno tan pequeño mirando hacia arriba. Esos ocho pisos que bajábamos tan ilusionados porque nos íbamos al campo. Nos íbamos al campo con papá y mamá como hacen las familias normales de los niños normales del cole. La ropa de Edel que no era por lo visto la mejor para ir al campo. Esa falda, muy corta. A la altura de la rodilla. A la altura de la barbilla de Bruno.
-       ¡¿Es que no trabajo lo suficiente que no tienes algo decente que ponerte para una excursión al campo?!
El portazo. El portazo de una puerta de ascensor suena mucho más fuerte que cualquier otro portazo. Mi padre que empieza a subir los ocho pisos de vuelta a casa de tres en tres escalones. Detrás del portazo, nos quedamos en el ascensor Edel, Bruno, yo. Hay un momento en el que no sabemos qué hacer, de silencio. Edel se tapa la cara. Luego le da al botón. Vuelta al octavo ce. Bruno está asustado. Yo sólo decepcionado porque ya no vamos al campo. Edel parece cansada, como cuando te despiertas después de una o varias pesadillas. Me pregunto qué hará mi padre si se encuentra a algún vecino por las escaleras. Sonreirá seguro.
Querido Paulina:
Estoy haciendo las tareas que me mandaste. Que me sentara a escribirte una carta cuando papá llegara tarde. Está un poquito manchada de sangre, pero no te preocupes, es que se me acaba de caer un diente pero me lo he tragado sin querer. Ahora me sabe la boca a sangre, como cuando me muerdo el labio. Iba a contárselo a mamá pero justo entonces ha llegado papá y he visto que traía la cara de mal carácter, así que me he quitado del pasillo y he ido a por Bruno para escondernos en el cuarto. Papá no nos ha visto. Bruno quería que nos colgásemos de las cuerdas de la ropa en la terraza, dice que ahí seguro que no se oye nada, pero le he dicho que estaremos mejor en nuestro escondite favorito. Me da vergüenza decirle que me da vértigo.
 Antes no se oía nada, y ahora se oye llorar, pero no sé si es papá o mamá. Siempre llora primero mamá, y luego más tarde papá. A veces mucho más tarde, al día siguiente. Yo ya no lloro nunca porque me aburro. Me duele el dedo de escribir así que voy a poner el punto final.
Mañana se van a reír de mí en el cole cuando me vean desdentado, como el dragón de cómo entrenar a tu dragón, que es mi peli favorita, porque el niño le mete un mamporro a su padre, ja, ja, ja, yo creo que queriendo.
Áureo

Otra vez llueve fuera. Si no hay nadie para recogerme en la puerta del cole, no quiero llegar a casa porque sé que Edel tendrá los ojos rojos. Pero hoy cuando llego, además de Edel con los ojos rojos, está Paulina. Mi padre no está hoy. Mamá está tumbada en el sillón, me imagino que se pondrá sentada cuando aparezca el monstruo que le tiene prohibido descansar. Y entonces me doy cuenta de que hay más gente, dos señores, uno se llama Alfonso y me da la mano. El otro ni me mira. Parece ocupado pegando un celo gigante delante  la puerta de la terraza. Y entonces me doy cuenta de que no está Bruno.
-       ¿Dónde está Bruno?
Pregunto sin estar seguro de querer saberlo.
-       Edel, ¿dónde está Bruno? No lo veo, Edel... ¿¡MAMÁ!?
Edel me mira pero yo creo que no me ve. Paulina me coge de la mano y me dice que quiere hablar conmigo pero yo ya no quiero hablar más con ella y me suelto. ¿No iba a ayudarnos? Me voy a mi escondite favorito entre la cómoda blanca de la ropa y el arcón de mimbre de los juguetes. Entre la cómoda y el arcón nadie me ve.



Quiero dedicar este relato a todos los niños que cumplen años y cambian dientes en medio de tormentas ladronas de inocencia,
y a todos esos adultos que arrastran un bagaje de secuelas por una infancia testigo de violencia.

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